Por Santiago Iñiguez de Onzoño
Las vidas de algunos personajes nos causan fascinación por su intensidad y plenitud, por la pasión con la que se vivieron, por su autenticidad y el compromiso que asumieron sus protagonistas, o también por el legado de ideas y vivencias que nos dejaron. La vida de Hannah Arendt es uno de esos casos, con una trayectoria vibrante, y una luz distintiva, profusa en ideas y acciones.
Nacida en el seno de una familia judía intelectual, Hannah Arendt ya mostró signos de su precocidad durante su niñez en Königsberg, la ciudad en la que Immanuel Kant permaneció toda su vida y de la que dijo «ese tipo de ciudad es el lugar para conocer a personas y el mundo sin necesidad de viajar».
Arendt no seguiría el consejo de Kant, ni su vida tendría esa placidez. Precisamente en su obra «La Condición Humana» distinguía entre vida contemplativa, despegada de la realidad, el ideal que proponían filósofos como Platón, para entender mejor el mundo de las ideas y tener una visión pretendidamente objetiva, y la vida activa, la que tiene lugar en la interacción con los seres humanos, donde se construyen las instituciones sociales y se toman decisiones políticas.
Pensar es una actividad
La vida de Arendt se asemeja más a este segundo modelo. De hecho, no le gustaba que se refirieran a ella como filósofa, sino que prefería ser asociada a la teoría política, con una connotación claramente práctica y aplicada.
Estudió en la Universidad de Marburgo con Martin Heidegger, cuyas ideas influyeron en la formación de su pensamiento, entre otras el planteamiento de que “pensar es una actividad”, significando que las ideas no son solo especulación, o conceptos que pertenecen al ámbito de la reflexión, sino que pueden transformar el mundo.
Para referirse a este carácter performativo de las ideas, Arendt hablaba de “pensamiento apasionado”, una actitud cuyo pulso mantuvo durante toda su carrera, en defensa de ideas y opciones políticas. Mantuvo una relación sentimental con Heidegger, entonces casado y con dos niños, que solo se conoció tras la publicación de su epistolario en 1995, ya fallecidos ambos.
Lamentablemente, Heidegger apoyaría al partido nazi en 1933, para convertirse en Rector de la Universidad de Friburgo. En un gesto no exento de controversia, Arendt le disculparía años después explicando que solo había sido un instrumento del partido nazi pero que realmente no creía en sus principios. En una carta fechada en 1971 le escribió: “Tú eres el primero en saber que no existe nadie como tú”.
Tras abandonar Marburgo, estudió en las universidades de Friburgo, donde asistió a cursos de Edmund Husserl, y en Heidelberg, donde conoció a Karl Jaspers, con el que mantendría una amistad e intercambio intelectual durante toda su vida. Su tesis doctoral trató sobre el concepto de amor en San Agustín. En esa época conoció a su primer marido, Günter Stern, académico del área de sociología.
Una mujer afortunada, a pesar de todo
Los biógrafos de Arendt señalan la suerte que tuvo durante los siguientes años de su vida, a pesar de los horrores del nazismo y de los riesgos que asumió valientemente. Por ejemplo, en 1933 fue detenida por la Gestapo tras haber realizado un estudio sobre la propaganda antisionista del régimen nazi, y puesta inusualmente en libertad a los ocho días. El mismo año huyó a París, convirtiéndose en apátrida durante los siguientes diecisiete años, hasta que en 1951 obtuvo la nacionalidad norteamericana.
Esta condición de refugiada marcaría su pensamiento y está presente en algunas de sus obras. En su opinión, los refugiados y apátridas son un fenómeno que crece especialmente después de la Primera Guerra Mundial con la desaparición del estado-nación, aquellos cuya identidad constitucional y legal se identificaba con una cultura, un idioma y unas tradiciones.
El fenómeno, como sabemos, se ha multiplicado en las últimas décadas con el surgimiento de nuevos conflictos bélicos o crisis sociales que suscitan intensos flujos migratorios, desde Africa y Oriente Medio hacia Europa, o desde Latinoamérica hacia el norte del continente.
En París, Arendt conoció al que sería su segundo marido, Heinrich Blücher, alemán y afiliado al partido comunista, y tomaría parte activa en muchos grupos de defensa sionistas. En 1940 fue enviada a Gurs, un campo de prisioneros donde se recluía a los «inmigrantes enemigos entre 17 y 55 años», pero consiguió escapar a través de España y Portugal hacia Estados Unidos. Esta odisea personal reflejaba su espíritu combativo, su resiliencia y su marcada vocación por combatir la injusticia.
La vigencia de su pensamiento
A partir de entonces comienza su carrera como autora y divulgadora. Sería la primera mujer profesora en la Universidad de Princeton en 1959, y fue posteriormente catedrática en la Universidad de Chicago y en la New School for Social Research de Nueva York. Su implicación activa en cuestiones políticas y sociales le llevó a escribir contra las iniciativas anticomunistas del Senador MacCarthy en Estados Unidos, a favor de la convivencia de judíos y árabes en Israel, sobre la revolución estudiantil en Mayo del 68, la Guerra Fría y muchos otros temas.
Su pensamiento sigue siendo de enorme actualidad. Especialmente su obra «Los Orígenes del Totalitarismo«, en la que analiza las causas del advenimiento del nazismo y del régimen soviético. El fenómeno del totalitarismo surge apoyado por una serie de factores, como la asociación de las élites con el populismo, el uso de propaganda masiva y del terror para establecer el nuevo régimen político.
Falleció de infarto de miocardio en plena actividad en su despacho, como había transcurrido toda su vida, en presencia de sus amigos.
- Publicado en The Conversation